Ninja

3-10-07

Querido diario:

Siento mi corazón palpitando en mi pecho. No late rápidamente, ni tampoco demasiado fuerte, pero fue lo primero que me enseño mi instructor Hirao de niño – siente tu cuerpo, controla tu cuerpo- me decía y yo SIEMPRE hacía caso a mi instructor, bajo pena de sentir su vara en mis costillas. Sus golpes me proporcionaron resistencia.

Siento cada uno de mis músculos haciendo su perfecta función, tal y como los diseñó la naturaleza y gracias a los años de duro entrenamiento que me hizo sufrir Hirao. Cada uno de mis nervios conduce sensaciones, cada uno de mis tendones contrae la masa muscular, cada uno de mis ligamentos hace que los huesos se muevan a mi voluntad. Y lo hacen de manera impecable, sobrehumana.

Siento la brisa pasando veloz a mí alrededor mientras corro entre la tupida vegetación del bosque japonés. Hirao decía:

- Todo aquello que te rodea es tu herramienta. Los arboles te pueden esconder y ser tu refugio, la hierba es tu colchón, te libra de las caídas, el agua es tu salvación pues impide que los enemigos te sigan.

Y mil veces salve la vida gracias a sus palabras.

Siento el leve peso de mi katana a la espalda. Es ligera para mí pero cualquier otra persona no iniciada en el ninjutsu sería incapaz de levantarla. Hirao me enseñó a forjarla, dándole tal dureza que fuera capaz de seccionar las figuras de piedra que adornaban el dojo sin sufrir mella alguna. Me aleccionó a afilarla de tal forma que solo con pasarla suavemente por la corteza del viejo sugi de 50 metros de altura, ésta cayera a mis pies cortada limpiamente. Y me enseñó a usarla como si fuera parte de mí. La katana no estaba en mi mano, ERA mi mano.

Hirao me enseñó Kendo desde que tuve fuerza suficiente para sujetar la pequeña vara de bambú llamada bokken que simulaba mi espada. Cada día luchaba conmigo mostrándome los secretos tradicionales de esgrima del clan del crisantemo, la más secreta y letal secta del Japón, guardia personal del shogun desde la primera dinastía. Y me convirtió en el más hábil de todos los ninja del clan. Y también en el más rico.

Siento la rugosa piel del ciruelo blanco que me esconde ante la iluminada genkan del edificio de madera y papel y techo de paja donde vive mi objetivo. Observo concentrado todo lo que se encuentra ante mí, escucho, enfocando todos mis sentidos ninja, el interior del edificio, y descubro a toda aquella persona que se encuentra en el.

- Concentra tus sentidos – decía Hirao- y dominaras el mundo que te rodea. Podrás saltar tan alto como desees, y tan lejos, que creerás volar. Podrás levantar objetos que pesen seis veces más que tu. Te moverás tan rápido que el ojo humano no podrá seguirte.Si dominas el Ninjutsu podrás entonces, hacerte invisible a los demás.

Siento el calor de la hoguera encendida en el toko mientras corro el shouji en silencio y me adentro en la vivienda de la persona a la que el Shogun me ha ordenado asesinar. Una persona de mi propio clan que se atrevió a contradecir al Maestro en una orden de batalla que hizo morir a decenas de nuestros hermanos. La orden era equivocada, pero el Shogun Oda Nobunaga siempre tiene la razón. Es el líder, y es dueño de nuestras vidas.

Siento unos pasos detrás de una fusuma echa con papel de arroz y rápidamente me escondo en el oshiire, junto con el resto de muebles almacenados. Veo a mi objetivo pasar frente a mí, preparándose para dormir, tal vez vigilando la casa con su candil antes de acostarse. Mi mirada se endurece, como el hielo, al darme cuenta de la cercanía de mi objetivo. Esto es para lo que he venido, y sin ninguna duda lo voy a hacer.

Hirao siempre decía que el momento sublime en el que asesinabas a tu objetivo era la culminación de tu existencia como guerrero. Era el momento en el que el ninja mostraba su poderoso ser, el momento en el que todos los antepasados se unían dentro de tu cuerpo para darte fuerza, valor y destreza. Qué razón tenía el querido viejo, porque esa era justamente la sensación que tenía ahora mismo.

Abro la puerta del pequeño almacén donde me encuentro y con un simple y fluido movimiento, mil veces repetido, desenfundo mi katana. Veo la vela del candil reflejada en el shinogi de mi sable. En ese mismo movimiento he cercenado el cuerpo de mi víctima desde el hombro derecho hasta el ombligo cruzando su corazón. El siguiente es para clavar mi espada en su estómago, parte primera del ritual del harakiri. Debería haberlo hecho él mismo, pero el shogun le arrebató el honor.

Siento los ojos del hombre clavados en los míos mientras cae de rodillas ante mí, pero no veo terror en ellos, ni asombro, pues el ya sabía cuál era su destino.

Lo siento, Hirao- digo, mientras de un mandoble corto la cabeza de mi maestro terminando así el ritual y mi último asesinato a las órdenes del Shogunato Nobunaga.